Bajo los adoquines de la antigua Plaza de la Ópera de Berlín, muy cerca del edificio principal de la Universidad Humboldt, yace La biblioteca sumergida. Micha Ullmann, el maestro escultor israelí que la proyectó, colocó en ella estantes suficientes para albergar 20.000 volúmenes. Sin embargo, sus blancos anaqueles permanecen vacíos.
Para los berlineses son un símbolo admonitorio de lo ocurrido el 10 de mayo de 1933 en ese mismo lugar. Aquella noche, 20.000 libros seleccionados por los nazis por sus “contenidos antialemanes” fueron arrojados a una inmensa hoguera en la que se consumieron, además
de innumerables escritos de autores judíos, obras de Marcel Proust, H. G. Wells, Jack London, Thomas Mann... Casi al mismo tiempo, otras quemas masivas se sucedían en Bonn, Frankfurt, Bremen, Hannover y muchas otras ciudades alemanas entre consignas “contra la decadencia moral” y “a favor de la disciplina, la decencia y la nobleza del alma humana”.
• Quemar la memoria
La operación había sido coordinada por el ministro de propaganda nazi Joseph Goebbels, quien afirmaba que esa acción constituía “el fin de la época extremista del intelectualismo judío”. Así justificó lo que él denominaba “la entrega a las llamas del espíritu diabólico del pasado”. El impacto que aquel bibliocausto causó en la sociedad europea fue enorme. Sigmund Freud, cuyos libros se encontraban entre los seleccionados para ser destruidos, comentó irónicamente a un periodista que en realidad semejante fenómeno era un avance en la historia humana. “En la Edad Media, ellos me habrían quemado”, afirmó.
La historia de la prohibición y destrucción de la palabra escrita se remonta a la elaboración de los primeros textos, grabados en Mesopotamia sobre tablillas de arcilla hace aproximadamente 5.300 años. Desde entonces, el poder religioso o político ha utilizado este mecanismo como una forma de censura que ha justificado haciéndola pasar como salvaguarda de los principios morales y las tradiciones. En su Historia universal de la destrucción de libros (Ecl. Sudamericana), el asesor de la Unesco y experto en bibliotecas antiguas Fernando Báez indica que éstos no son perseguidos como objeto físico, “sino con ánimo de aniquilar la memoria que encierran, es decir, el patrimonio de ideas de una cultura entera Esto explica las causas de la primera prohibición de libros a gran escala de la que tenemos noticia, ordenada por el emperador chino
Chi-Huang Ti en el año 213 a. de C. El soberano mandó destruir todas las obras escritas que no versaran sobre agricultura, medicina o adivinación. En realidad, trataba así de borrar cualquier rastro de la doctrina de Confucio o las ideas que no avalaran su régimen. El cronista chino Sima Qian, que vivió entre los siglos I y II a. de C., señala que el emperador estableció entonces que “los que se sirvieran de la Antigüedad para denigrar los tiempos presentes serían ejecutados junto a sus parientes.” De hecho, ordenó asesinar a cientos de sabios que se mostraron reacios a aceptar la medida y decretó que cualquiera que guardase tablillas de bambú o maderas escritas correría la misma suerte.
En 1559 vio la luz una inquietante obra que supone uno de los ¡ maximos símbolos de la persecución bibliocida: el Indice de los libros prohibidos. Aunque ya existían recopilaciones similares, ésta, encargada por el papa Pablo ¡Va la Inquisición, estaba revestida de una oficialidad que se mantuvo con diversas variaciones ¡durante 400 años! En España, la censura católica se incrementó con la llegada al trono de Felipe II, y así, en 1570 se autorizó el lndex Iibrorum prohibítorum, un catálogo que sirvió para perseguir las obras heréticas y a sus autores. En la primera parte de Don Quijote de la Mancha, Cervantes personificó esta obsesión inquisitorial en el cura y el barbero, que queman la biblioteca de Alonso Quijano al considerar que aquellas lecturas lo habían enloquecido. Entre los autores que a lo largo de los siglos han estado en el índice se encuentran Voltaire, Daniel Defoe, Copérnico y Balzac. La edición publicada en 1948 aún contenía 4.000 títulos censurados por herejía o por su dudosa moralidad. El 14 de junio de 1966, la Congregación para la Doctrina de la que dispuso que tanto el Indice como las penas de excomunión que estaban indicadas en el mismo ya no estaban vigentes. En la actualidad, el título IV del Código de Derecho Canónico de la Iglesia católica, referido a los instrumentos de comunicación social y especialmente a los libros, establece en sus cánones 831 y 832 que “sin causa justa yrazonable, no escriban nada los fieles en periódicos, folletos o revistas que de modo manifiesto suelen atacar a la religión católica y que “los miembros de institutos religiosos necesitan licencia de su Superior mayor (..) para publicar escritos que se refieren a cuestiones de religión o costumbres.”
• Destructores de libros
Aunque a veces es difícil distinguir las obras destruidas intencionalmente de las que desaparecieron en accidentes o víctimas del olvido, sí sabemos que en la Antigüedad los biblioclastas o destructores de libros se excedieron tanto como en épocas más recientes. Parece probado que Akhenatón, que gobernó Egipto hacia 1350 a. de C., hizo desaparecer numerosos textos relacionados con el culto a los antiguos dioses para consolidar el de Atón. La historia de este faraón, sin embargo, está cargada de una cierta justicia poética, ya que a su muerte sus detractores se encargaron de borrar meticulosamente las referencias a su nombre.
En Grecia, el primer testimonio de la destrucción de una obra literaria por la censura política se remonta al siglo V a. de C. Entonces, el sofista Protágoras de Abdera fue acusado de impiedad y blasfemia por haber afirmado en Sobre los dioses que era imposible saber si éstos existían. El libro fue buscado casa por casa, confiscado y quemado. Según relata Diógenes Laercio, el mismo Platón compartía tales aficiones pirómanas, ya que, de acuerdo con este historiador griego, no dudó en quemar todos los poemas de Sócrates.
El caso de “bibliocidia” sobre el que más líneas se han escrito es, sin duda, el de la Biblioteca de Alejandría, una joya del mundo antiguo construida a lo largo del siglo III a. de C. que fue víctima de sucesivos ataques. El primero importante se produjo en el año 48 a. de C., precisamente cuando se encontraba en uno de sus momentos de mayor auge y atesoraba, según distintas fuentes, más de 700.000 manuscritos.
• El saber antiguo, perdido
Un incendio que se propagó por el puerto devoró entonces 40.000 volúmenes que se encontraban dispuestos en distintos depósitos. Aunque no está claro que éstos formaran parte de la famosa biblioteca, Femando Báez cree que habían sido adquiridos para la misma. Otra dependencia adicional, la Biblioteca Hija, situada en el Templo de Serapis, sobrevivió hasta fines del siglo W cuando ambos fueron destruidos por un grupo de cristianos mandados por el obispo de Alejandría, Teófilo, que veía en ellos un intolerable vestigio del antiguo paganismo. En el año 415, el historiador Orosio visitó la ciudad y confirmó que “los estantes para libros habían sido vaciados”, lo que parece demostrar que la Biblioteca había desaparecido en el siglo V. Aun así, no se sabe cor certeza si todas sus instalaciones habían sido saqueadas.
Si tenemos en cuenta el testimonio de Orosio, parece poco probable que los árabes destruyeran los volúmenes sobrevivientes cuando asaltaron Alejandría er 642. Aun así, el cronista árabe Ibr al-Kifti indica que Omar 1 (586. 644) ordenó destruir los libros y los que “si contenían la misma doc. trina del Corán, no servían para nada porque se repetían, y si no no tenía caso conservarlos”. Kifti que, vale la pena aclarar, vivió siete siglos después de la toma de la ciudad, señala que los textos, entre los que se encontraban obras de Hesíodo, Platón o Gorgias, eran tantos que sirvieron como combustible durante seis meses.
En la larguísima lista autores cuyas obras han sido perseguidas aparecen desde Homero, cuya Odisea desaconsejaban leer algunos filósofos clásicos, hasta J. K. Rowling y su Harry Potter, condenado por diabólico —sí, sí, diabólico— por diversas comunidades religiosas en pleno siglo XXI. Pero si hay un caso que aún continúa es el que atraviesa el escritor angloindio Salman Rushdie. Sus Versos satánicos, una obra en la que satiriza los tabúes del islamismo, fueron condenados por blasfemia poco después de su publicación en 1988. Un año más tarde, una fatwa del ayatolá Jomeini ponía precio a la cabeza de Rushdie, literalmente. El edicto era un llamamiento a todos los musulmanes en contra del escritor. Para incentivar a los fieles, Jomeini ofreció, además, una recompensa de 3 millones de dólares. Así las cosas, Salman Rushdie se vio obligado a pasar a la clandestinidad en Gran Bretaña. Incluso los traductores y editores de la obra fueron amenazados. Este mismo año, el líder espiritual iraní, el ayatolá Alí Jamenei, confirmó durante su estancia en la Meca que se mantenía la fatwa. Aún peor, cuando se solicitó que ésta fuera retirada, las autoridades iraníes respondieron que el único que podía hacerlo era quien la había expedido, en este caso, Jomeini. El problema para Rushdie es que éste murió en 1989.
• Fanatismo religioso
De lo que no hay duda es de que el fanatismo religioso y las supersticiones se encuentran detrás de buena parte de las persecuciones de libros. En la Biblia ya se reflejan conductas de este tipo. Así, en el libro de los Hechos de los Apóstoles se indica que “bastantes de los que habían practicado la magia reunieron los libros y los quemaron delante de todos”. Los escritos de la secta de los gnósticos, que sostenían que nadie se salva por la fe, sino por el conocimiento, yios de otras corrientes y personajes considerados heréticos por la Iglesia, como los del obispo Paulino de Dacia, que creía que el uso de la magia era legítimo, fueron quemados. Las confiscaciones y destrucciones de libros practicadas por la Iglesia se multiplicaron con los emperadores romanos Teodosio y Valentiniano, en especial las de los nestorianos, una secta que no reconocía la supremacía del Obispo de Roma, y alcanzaron su máximo apogeo en 1559, con la publicación del Indice de los libros prohibidos, ordenado por el papa Pablo IV
Apenas un siglo antes, los turcos habían demostrado que también sabían destruir la palabra escrita. Durante el saqueo de Constantinopla en 1453, una tarea que llevaron a cabo a conciencia, fue la de terminar con cientos de miles de manuscritos contrarios a la fe de Mahoma.
La controversia que generó la obra de Darwin Sobre el origen de las especies por medios de la selección natural se prolongó durante décadas. De hecho, en Tennessee, en 1925, casi 70 años después de que apareciera por primera vez, estaba prohibida su enseñanza, considerada contraria a la Creación bíblica. El profesor de biología John T. Scopes, que había desafiado esa ley, fue enjuiciado, declarado culpable y condenado a pagar 100 dólares, una multa anulada poco después. Eso sí, el proceso sirvió para poner en evidencia las insostenibles ideas de los que creían que la Biblia debía interpretarse literalmente, los mismos que hacia 1860 habían quemado las primeras ediciones de la obra de Darwin.
Pero es que, como demostraron los nazis ya en pleno siglo XX, la destrucción premeditada de libros no es, ni mucho menos, cosa del pasado. Se calcula que las censuras culturales llevadas a cabo por los comunistas en Alemania oriental en 1953 destruyeron no menos de 5 millones de libros. Algo parecido ocurrió durante la dictadura militar en Argentina. El 30 de agosto de 1980, conocido como ‘el día de la vergüenza del libro argentino”, fueron quemadas en Sarandí más de 1,5 millones de obras pertenecientes al Centro Editor de América Latina (CEAL).
• Prohibido pensar
Y el fenómeno continúa. Aún más recientemente, en 1992, la Biblioteca Nacional de Bosnia y Herzegovina, en Sarajevo, que había sido abierta en 1896, fue bombardeada por orden del general serbio Ratko Mladic con obuses incendiarios. La biblioteca conservaba casi dos millones de volúmenes y 155.000 obras raras. Pocos ejemplares pudieron ser salvados.
Y es que cuanto más y más variado se lee, más se piensa, algo que desde el poder con frecuencia se ha intentado impedir. Hoy, en la antigua Plaza de la Ópera de Berlín, una placa con una cita del poeta judío Heinrich Heme, cuya obra también ardió en el bibliocausto nazi, rememora aquel episodio: “Ahí donde queman libros, terminan quemando hombres”.
Fuente Consultada: Revista Muy Interesante - Enciclopedia Encarta - Cosmos Vol. 3